«También yo he sentido inclinación a obligarme, casi de manera demoníaca, a ser más fuerte de lo que soy en realidad.» (Søren Kierkegaard)
Lo que peor llevo de sufrir estrés son los flashbacks asociados. Estoy relativamente tranquila, sentada, leyendo un libro y, de repente, zas. Antes de que puedas imaginártelo, una imagen fugaz te cruza la mente tan deprisa que eres incapaz de pararla a tiempo para que no se reproduzca del todo. Y lo hace de una manera tan consciente que tampoco has tenido tiempo de reprimirla. Simplemente aparece y ya está. Y es suficiente para mandar todo tu día a la mierda si no te encuentras anímicamente preparada para ello.
Al principio me frustraba. No sabía de qué manera gestionar éste problema. Pensaba todo el tiempo que mi mente lo hacía a propósito para fastidiarme. Ya sabemos lo que es vivir dentro de una cárcel que tú misma gestionas: conoces todos y cada uno de tus puntos débiles y ningún motivo es un motivo suficiente como para empezar a atacarte de manera totalmente justificada. Muchas veces lo gestionas y consigues dormirte. Otras veces simplemente te dejas llevar y empiezas a imaginar. Y otras veces no puedes evitar auto-analizarte a ti misma para ver de qué manera puede estar actuando tu mente y cómo puedes evitarlo de alguna forma eficaz y rápida. Es una de las ventajas de estudiar lo que estudio, supongo.
Supongo que todos y todas estamos luchando contra algún aspecto de nosotros mismos en cualquier momento. Algún rasgo de nuestro carácter que nos desagrada, algún recuerdo que sigue merodeando por nuestra mente, algo con lo que no estamos conformes y deseamos cambiar con todas nuestras fuerzas. Por suerte, de manera general casi todo el mundo puede hacerlo, pero ¿qué pasa cuando ya no puedes hacerlo más? No sé, te ves tan cansada a ti misma, tan incapaz de seguir manteniéndote a flote, que simplemente te notas desfallecer y no mueves un sólo músculo por evitar tumbarte en la cama debajo de una manta y dejarte llevar por todos ésos pensamientos terribles que no hacen más que recordarte todo lo malo que has hecho desde siempre. Desde que tienes uso de la capacidad de la memoria suficiente. Y aquí es cuando empiezas a desear la presencia de alguien, y joder, te vuelves a recriminar a ti misma que no necesitas a nadie para conseguir nada. La gente es traicionera, coño.
Qué horror, qué fastidio pensar así. Pero es que no hay otra alternativa. No se puede hacer de otra manera. Pasan las horas y horas y horas, y la cabeza no deja de dar vueltas. Y tú no dejas de dar vueltas. Hasta el punto de llegar a pensar que quizás puedas pedir ayuda a alguien que simplemente no le importe escucharte cinco minutos. Pero al fin y al cabo, ¿para qué malgastar fuerzas? La gente nunca quiere escuchar. La gente necesita que estés bien y siempre en punta; la gente quiere que seas perfecta y se enfada si no puedes salir del pozo. La gente te recrimina el que estés así.
Y entonces sólo me dan ganas de escupirles en la cara.
Porque si entiendes el dolor porque alguna vez lo has sentido, y contemplas a una persona que sufre, que te pide ayuda, y aún así, eres enteramente incapaz de mirarla con otros ojos, eres simplemente repugnante.
¿A quién coño se lo digo? Yo qué sé. Supongo que hasta ahora a todas las personas a las que me he atrevido a pedir ayuda me han tratado así. Estás así porque quieres. Ya. Qué sabrás tú.
Qué sabrás tú.
Cómo detesto sentir cosas contradictorias o cambiar rápidamente de emociones. Cómo odio poder estar alegre y triste; enfadada y triste. Todo el tiempo, todo el rato. Continua y permanentemente en una vorágine de sentimientos, necesitando ayuda y al mismo tiempo sin quererla o pensando que no la merezco.
Ya estoy harta de mí misma y de pensar que lo necesito.
«¿Qué sabes tú de mi soledad,
de mis penas y mi amargura?
¿Acaso sabes tú?
Tú no sabes ná...
Si casi no sé yo...
¿Que sabes tú de mi realidad,
de mis miedos y de mis dudas?
¿Acaso sabes tú?
Tu no sabes ná...
Si casi no sé yo...»
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