«Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.» (Bertolt Brecht)
Esta mañana -antes de que se jodiera todo- lo hablábamos.
Sobre el perdón.
Sobre la falta que hace para poder continuar caminando hacia adelante. No solamente perdonar los actos de los demás, sino también aprender a perdonarnos a nosotros mismos.
En muchas ocasiones, me he quejado -a mí misma, al viento- de lo muy complicado que es no perdonar a los demás.
Él me ha dicho en muchas ocasiones que considera ésto una gran virtud, pero realmente pienso que es un defecto enormemente grande, que debería corregir. Soy incapaz de guardarles rencor a los demás. Inevitable e indefectiblemente, mi mente se sitúa en sus lugares. Trato de meterme en los recovecos de su mente y entender su conducta, tratar de darle algún tipo de explicación a su maldad. Y ésto, obviamente, me ha traído demasiados problemas a lo largo de mi vida. Capaz de perdonar a los demás, pero incapaz de perdonarme a mí misma. ¿Por qué la gente considera que ésto es algo bueno? Me siento mal por no poder guardarles rencor a quienes me hicieron daño deliberadamente. A quienes nos hicieron daño con intención. Les miro, les contemplo, y es que solamente puedo sentir lástima. Lástima porque sus almas están tan podridas que tuvieron que hacerles daño a los demás para poder continuar con su existencia. Porque de otra manera no podrían continuar viviendo tranquilos.
Hace mucho traté de imponerme a mí misma aquello que mi madre quiso enseñarnos desde siempre a mi hermano y a mí, y que consiste en no tratar a los demás de una manera en que no nos gustaría que nos trataran a nosotros mismos. Y, obviamente, la aplicación de este principio debería terminar cuando empezase nuestra propia integridad. Siempre me había preocupado mi falta de empatía por si resultaba ser una psicópata y ahora observo que de empatía ando más que sobrada.
Perdonar a los demás les concede el poder de hacernos todo el daño que deseemos. Quizás es que he soportado tanto dolor que siento que he tocado techo, y ya soy incapaz de sentir golpes. Soy incapaz de ver maldad, sólo veo dolor por todas partes; en todo lo que escupen, en todo lo que hacen, en todo lo que dicen. Inevitable e irremediablemente. Sólo siento paz hacia los demás. Padre, perdónales porque no saben lo que hacen, o éso es lo que dicen en la religión cristiana y, bueno, nunca he sido muy religiosa, pero creo que me siento más que identificada con éste mandato. No me corresponde a mí redimir sus actos, he sido la que más se ha equivocado, no debería ser yo quien juzgase a los demás. Me siento capaz de juzgar cosas que yo jamás haría, pero nunca sería capaz de juzgar cosas que yo también he hecho.
Yo también les he hecho daño a los demás. Quizás no con intención, sino todo fruto de mi trastorno; pero sé lo frustrante que es expresar cien veces lo muy arrepentida que estás, dar explicaciones acerca de todo lo que has hecho y por qué, incluso exponer mi integridad física a su merced y, aún así, no recibir ningún tipo de concesión del perdón. Lo cual no solamente me ha destrozado sino que, además, me ha convertido en una persona totalmente diferente.
Perdonarme a mí misma aún es mi asignatura pendiente. Y aunque estoy en proceso de intentar mejorar mi persona -aunque sinceramente, ahora necesito un stop anímico para poder recuperarme de la depresión-, no es fácil. Miro mis actos a través de otra mirilla, mucho más difícil que a la de los demás. Me comporto con más dureza cuando se trata de mí, y mi perfeccionismo, obviamente, me impide caer en ese perdón que con tanta simpleza suelto a los demás.
(Perdonar a los demás es lo sencillo, lo difícil es perdonarme a mí misma.)
(Me quiero morir.)
Ahora me llama...
diciendo que le hago falta en su cama;
sabiendo que eso conmigo no va, ya no va...
~
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