«Por supuesto que te haré daño. Por supuesto que me harás daño. Por supuesto que nos haremos daño el uno al otro. Pero esta es la condición misma de la existencia. Para llegar a ser Primavera, significa aceptar el riesgo de ser Invierno.» (El Principito)
Cuando me dieron el último diagnóstico médico, me quedé mirando aquellos papeles en blanco que mi psiquiatra había tardado tanto en redactar. A veces se llevaba las manos a la cabeza, otras veces negaba y chasqueaba los labios como si realmente le estuviese costando muchísimo decidirse entre cuál de las fobias iba a encasillarme. No correspondía con unas ni con otras, a veces padecía comorbilidad entre varias y, en muchas ocasiones, lo que salía de su boca es: «tienes mucho estrés, y es probable que todo ésto venga causado por algún tipo de trauma en tu pasado; ten paciencia». Miraba sus manos teclear en el ordenador, en aquella especie de programa informático en el que guarda todo mi historial; absolutamente toda mi vida está guardada en una especie de sitio donde haces clic y accedes.
Incluso cosas de las que yo ya no me acuerdo están guardadas allí. «¿Por qué no tengo memoria?» es lo que pregunto una y otra vez, pero siempre obtengo la misma respuesta desesperante: «tienes mucho estrés, y es probable que todo ésto venga causado por algún tipo de trauma en tu pasado; ten paciencia». Resoplo. No puedo saber el qué si no me lo dices, pero cree que ya lo sé. No puedo relacionarme con los demás como he hecho hasta ahora. Sí, todos han contribuido un poquito al desarrollo de mis enfermedades mentales. Pero a todos les ha sido mucho más sencillo darme la espalda y seguir con sus vidas, antes que responsabilizarse de sus acciones.
En parte, les entiendo. Muchas veces yo también actúo infiriendo daño a los demás sin querer, y se me olvida preguntarles cómo están, qué piensan o qué están sintiendo en ésos precisos momentos en los que mis palabras pueden haber atravesado su coraza.
Nunca me ha gustado esa palabra. Inaccesible.
No podría cuantificar cuándo comenzó todo ésto. Sólo sé que poco a poco fue adueñándose de mi vida y comenzó a impedirme hacer ciertas cosas. Quedar con mis amigos de toda la vida se convirtió en una verdadera Odisea, cada vez que ponía un pie fuera de casa me asaltaban las dudas acerca de si alguien comentaría algo sobre mi aspecto, mi pelo de colores o mi maquillaje oscuro. Pronto, visitar a mis familiares también se convirtió en una tarea complicada. Me sentía una verdadera deshonra para la familia: yo no era como los demás. Tenía un montón de problemas mentales que me hacían desequilibrarme, venir arriba y abajo; no estaba en disposición de ningún título que me habilitase a trabajar o dijese que era válida para realizar algún tipo de trabajo en concreto, al contrario que los demás. Tampoco vestía como los familiares de mi edad, me encantaba estar sola, las flores, la música que te dejaba los oídos tiritando, y hacer bromas que a nadie le hacían realmente gracia.
Todo lo que recibía cuando visitaba a mis familiares era alguna mirada de condescendencia y de lástima, que habitualmente se seguía de algunas palabras de cortesía como «estudia y esfuérzate». Ya, éso intento, abuela, pero es que a veces me comen los nervios y se me hace muy complicado. O «¿tú qué estás estudiando?, haz como tus primas, sácate una carrera». Lo sé, abuela, estoy estudiando lo mismo que la prima. «No les hagas demasiado caso a los abuelos, realmente están muy mayores y no saben lo que dicen». Ya, pero ¿realmente ése motivo esgrime a los demás? ¿O es mi exacerbada sensibilidad lo que me hace percibirlo de una forma desagradable? No, no tienen la culpa. Soy toda yo, que estoy mal.
La familia pronto dejó de interesarme o, más bien, dejó de interesarme realizar algún tipo de esfuerzo porque no me afectasen sus -inocentes- críticas. Me sentía inferior, me sentía poco realizada y, lo que era peor, no podía hacer nada para cambiarlo. Todos con sus prometedoras carreras profesionales, todos se bañaban en lujos y comodidades y yo chupaba del bote porque mi estado anímico no me permitía hacer mucho más que permanecer en la cama hasta altas horas leyendo. Cualquier cosa era buena con tal de distraer mi mente de los pensamientos más negativos que provocaban mis ganas de ir a buscar de nuevo un objeto punzante para abrirme las venas. No, tampoco era una persona fuerte. Pero ¿de dónde iba yo a sacar las fuerzas?
Lejos de aquellas personas que sin querer estaban empezando a minar mi auto-estima, quise centrarme en mis estudios. Socializar poco o nada me interesaba; todas las personas parecían idénticas, copias los unos de los otros, más interesados en drogarse y alcoholizarse que en alguna actividad enriquecedora para el alma. Si supiesen las consecuencias que traen las drogas, estoy segura de que mirarían con más cuidado lo que hacen. Sólo tenía que compartir un par de horas a la semana con ellos, pero aún así no podía evitar sentirme asqueada cuando cruzaba la puerta de clase. Todos ellos eran infantiles, no poseían vocación, parecían disfrutar de un capacitismo apabullante y a pocas personas vi demasiado interesadas en hacer algo por mejorar el panorama clínico. En raras ocasiones cruzaba alguna que otra palabra con ellos, pues la mayoría de las chicas lo único que hacían eran molestarme o preguntarme el por qué de mi aspecto, por qué no salía de mi casa, y otro tipo de preguntas totalmente fuera de contexto.
Estar lejos de mi grupo de amigos era realmente devastador. Encerrada en casa prácticamente todos los días sin poder salir o compartir mi tiempo libre con nadie, centré mi entusiasmo en otro tipo de tareas. Cuando caía la noche, todo se tornaba como una mala pesadilla: la soledad en casa, la necesidad de estar junto a mi familia y mi mascota, y un sinfín de preocupaciones realmente triviales me atascaban el cerebro. Ya era incapaz de controlarme y dentro de poco tendría que pasar seis horas al día encerrada con aquellas personas que tanto me habían juzgado.
Los profesores ni siquiera entendían lo que me pasaba, a pesar de tratarse de un riguroso grupo de expertos profesionales en su materia. Pasaron por alto mis necesidades y me hicieron darme cuenta de que yo era irrelevante.
Así que después de aquella tarde haciendo yoga en la que una nueva crisis se sucedió en mi vida, decidí dejarlo todo atrás.
Cuando me trasladé más cerca de mis amigos, las cosas se pusieron aún más difíciles.
Salir a la calle era todo un reto para mí. Quedar con mucha gente me ponía muy nerviosa y, en más de una ocasión, él tuvo que ayudarme a salir porque el estrés se me acumulaba en el pecho y me hacía vomitar. Incluso mis amigas de toda la vida me provocaban ansiedad. Tenía miedo de una mala respuesta, de que me pusiesen en ridículo, o de que dijese algo inapropiado para el momento, de no tener los mismos gustos, de no tener las mismas aspiraciones. Socializar era un infierno y me pasaba los días encerrada. Tuve -tengo- la gran suerte de que él me comprendía y me ayudaba en todo lo que podía. Y esto era realmente impresionante: ¿quién, hasta ahora, se había preocupado por mi bienestar de una forma tan acérrima y dulce? Quisiera pagarle con la misma moneda.
La situación se torcía cada vez más; me era imposible realizar tareas sencillas como hablar por WhatsApp con la gente, y me veía en la obligación de estar varias horas seguidas sin tocar el teléfono, a fin de que mi ritmo cardíaco se desacelerara y pudiese volver a la tranquilidad para así no caer en otra crisis cuando compartiese mi tiempo con otras personas.
Sí, la fobia social sólo fue otra de las muchas secuelas que los demás decidieron dejar en mí.
Sólo espero no haber dejado yo ninguna huella tan horrible en los demás.
Can we pretend that airplanes in the night sky are like shootin' stars?
I could really use a wish right now, wish right now, wish right now
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