«Dicen que el tiempo lo cura todo,
dicen que siempre se olvida,
pero las sonrisas y lágrimas
a lo largo de los años,
me retuercen el corazón.»
(George Orwell)
Quiero tener amigos. Me lo repito muchísimas veces a lo largo del día. También le doy mil vueltas a cuáles son los mecanismos sociales, cuáles son las palabras que debería decir para empezar a establecer algún tipo de relación medianamente íntima con otra persona. Pero no las encuentro. Sudo, me pongo nerviosa, se me traba la lengua y apenas soy capaz de articular un par de monosílabos que sepa que van a agradar a los otros oídos. Soy sumamente torpe en cuanto a relaciones sociales se refiere, y es que hace muchísimos años que no tengo amigos y estoy casi completamente sola en ése ámbito. Lo cual me provoca un enorme vacío dentro del pecho que no sé muy bien cómo gestionar aún a día de hoy. Tengo 23 años y, sí, de vez en cuando intercambio alguna que otra palabra de cortesía con otras personas, pero ¿éso puede considerarse verdaderamente la amistad? Hace tantísimos años que no tengo amigos que ya no sé lo que eso significa o lo que ello implica...
Todo sucedió hace muchos años. Quizás demasiados, ahora que me detengo a pensarlo. Siempre me habían dicho que era una niña diferente a los demás, que tenía una manera de sentir especial y que no debía preocuparme por ello. Me sentía desapegada de los demás, tal vez porque había llegado a una ciudad nueva después de haberme separado de los míos y estaba completamente sola, en un colegio diferente, rodeada de gente completamente diferente. Todo el mundo parecía estar bastante sorprendido de que yo fuese una persona nueva allí, pero ya desde el principio supe que no iba a encajar del todo en aquellas filas. Todos los niños y niñas ya se conocían entre sí, jugaban por las tardes, intercambiaban opiniones, miradas y juguetes, y parecían estar completamente mimetizados en aquel lugar al que cada vez me apetecía menos ir. Sentían curiosidad por mí, y es por eso que tal vez se acercaban a preguntarme cosas o a decirme algo desagradable. Sus relaciones eran completamente ambivalentes y eso me condicionaba poderosamente.
¿Cómo se recuerda una infancia feliz? Mis profesores hacían todo lo posible por hacerme sentir diferente a los demás. No era una niña como los demás, me repetían una y otra vez mientras me regañaban por sonreír. Los demás miraban el comportamiento de los profesores y reían. No, no era como los demás, no lo era. Y cada vez me sentía más separada y distanciada de los demás. Quería ser como ellos, y la única que estaba a mi lado por las tardes era mi madre.
Las cosas se complicaron cuando llegué al instituto. La gente había cambiado tan rápido que a mi sistema cognitivo ni siquiera le había dado tiempo a asimilarlo completamente. De repente, todos querían ser populares, todas las chicas querían tener novio y todo el mundo quería ser amigo de los chicos y chicas más mayores para medrar en el lugar. Nunca supe adaptarme a sus exigencias. Los demás no eran muy benevolentes conmigo y enseguida comencé a recibir notas en las que se me amenazaba de muerte, me advertían de que iban a venir a patearme y algunas cosas más. Me daba vergüenza que mis amigos lo supiesen, estaba segurísima de que iban a reírse de mí por ello. Así que lo callé. A partir de entonces, siempre fui con miedo por el instituto.
Lo determinante comenzó a suceder en 4.º de la E.S.O. aproximadamente. Las cosas se habían vuelto específicamente más difíciles. Estaba fracasando en todas las materias y mis amigos triunfaban estudiando lo que querían, cuando querían y como querían. Nos separamos. Ya nunca fuimos cuatro, tres o, siquiera, dos. Me costaba seguir en el camino. Ninguno de mis amigos o amigas me apoyó. Veía mal mi cuerpo, y dejé de comer. Fue algo bastante difícil y ni siquiera era demasiado consciente del maltrato al que estaba sometiendo a mi propio cuerpo. Apenas probaba bocado, y comencé a querer perder 2.000 kcal al día. Mis amigos eran personas muy comilonas, casi siempre estaban merendando pizza y, como iba con ellos, y tenía un evidente problema, opté por el truco de no llevar dinero para, así, no tener que comprar nada de comer.
Craso error.
Mis amigos pensaban que mi problemática era de carácter económico; que yo realmente no tenía dinero para salir. Mi delgadez no fue ningún tipo de avisor para ellos. No es que no comiese porque no tenía dinero, es que no quería engordar. Ellos se veían en la tesitura de querer invitarme a comer, lo cual a mí me desagradaba por completo. No sabía decir que no. Y así pasaba las tardes, en un sinvivir porque sabía que, cuando volviese a casa, iba a tener que pesarme y los números del diablo iban a volver a flotar en mi cabeza durante días (u horas, en el mejor de los casos).
Hasta que llegó el día.
La bandeja de entrada de mensajería que accidentalmente se quedó abierta en mi casa desveló toda una masacre que me provocaría el dolor emocional más intenso que recuerdo haber experienciado en mucho tiempo.
«Que se joda, quería comer gratis.»
«Lo único que me da es pena.»
Recuerdo que las piernas me temblaban. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas. Lágrimas gruesas y que escocían. Supongo que era demasiado pequeña e inocente como para comprender la maldad del mundo. Como no sabía qué más hacer, solamente llamé a mis padres. Realmente no sé muy bien qué hicieron conmigo, sólo sé que temía encontrármelos al día siguiente en el instituto. Ahora sí que estaba bien jodida, estaba sola. No sabía cómo debía comportarme a partir de ahora. ¿De quién era la culpa? ¿Mía, por no haber sabido gestionar bien lo que me sucedía? ¿No iban a ayudarme? Eso es lo que parecía. No, no iban a ayudarme. Y lo peor de todo es que disfrutaban viéndome sufrir. Había algún tipo de pensamiento retorcido en su conducta que les empujaba a comportarse de la siguiente manera: me odiaban, pero seguían estando a mi lado. Tal vez para empujarme hacia abajo, caerme y destrozarme. Quizás eso es lo que les gustaba. Quizás sólo eran un trío de sádicos que no sabían lo que hacían pero que sonreían si me veían sufrir. No lo sé.
Mi siguiente grupo de amigos no fue mejor. Supongo que siempre he sido una persona fácilmente reemplazable. Tuve miedo, realmente mucho miedo. Pero esta vez ya apenas pudo pillarme desprevenida. Lo supe. Supe el por qué. Una vez más, había sido incapaz de gestionar mis propias emociones y sentimientos y tuve que pagar muy caras las consecuencias.
Recuerdo el ahogo en el aire, el nudo en la garganta, las ganas de vomitar cuando comprobé que nadie me respondía a los mensajes. Todos se habían puesto de acuerdo para no volver a dirigirme la palabra. Me crujía la tripa. Otra vez la sensación de vacío y de soledad. Otra vez las ganas de perderme y de morirme. No podía ser cierto, estaba volviendo a hacer las cosas mal. Quería llorar. No recuerdo si lo hice.
No podía (puedo) guardarles rencor. En la sociedad, se supone que, cuando alguien se arrepiente de algo y pide perdón de verdad, se le ha de perdonar. Pero ¿realmente hay cosas que debiésemos perdonar? ¿Verdaderamente hay que perdonar absolutamente todo a todas las personas que nos muestren un mínimo signo de arrepentimiento? No solamente perdonar. No es el acto de perdonar. También había que volver a confiar. Volverles a mirarles a los ojos después de todo el daño causado. Qué complicado todo. Querría volverme a ir a casa a dormir. Las cosas son difíciles.
Nunca he tenido amigos, no. Y en la mayoría de ocasiones, era yo la que acababa metiendo la pata y perdiéndoles.
Nunca he tenido amigos.
So I’ll look out for a lighthouse
See through the fog, search the horizon
You’ll be like in a movie where everything stops
You can see clearly now
~
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